LOS ABUELOS ANCIANOS, LOS ENFERMOS Y LA EUTANASIA
P. Fernando Gioia, EP
Los ancianos tienen la preciosa misión de ser “testigos del pasado e inspiradores de sabiduría para los jóvenes y para el futuro”, decía San Juan Pablo II en la Familiaris Consortio (27), incentivando a que se tenga una singular veneración y especial afecto para con ellos. Transmiten paz y tranquilidad, su experiencia de vida suaviza las discrepancias familiares. En los días de hoy, en que la palabra “derechos humanos” está en la boca o escritos de tantos, en los tiempos de “progreso” que vivimos, presenciamos una marginación toda especial para con ellos. Cuando no los “estacionan” en los últimos momentos de su larga vida en un asilo, sufriendo silenciosamente el drama de la soledad y falta de cariño familiar, los encaminan a la extrema situación opuesta: la eutanasia.
Ante la falta de familia, o del calor familiar, se multiplican hoy las alternativas de acompañamiento en residencias o en su propia casa por enfermeras. Muchos y buenos son los lugares de acogida de congregaciones religiosas, especialmente femeninas.
Pero, como alertaba hace años la asociación española SOS Familia, se comenzaba a propugnar lo opuesto, imponer una mentalidad rumbo a leyes que “libertarán a los ancianos, a las familias y a los Estados, del peso de la vejez. El trabajo de atenderlos, las herencias que llegan antes, los gastos de salud y las pensiones que se economizan” (La familia en peligro, p. 154). Así se comenzaba a proponer –desde la primera mitad del siglo XX– la macabra amenaza de adelantar la muerte.
El don de la vida, inscrito en la propia naturaleza humana, es irrenunciable. Pues, como bien se dice: “nadie elige nacer y nadie puede evitar la muerte”. El Dios de la vida es el Señor que domina la muerte: “Yo doy la muerte y la vida” (Dt 32, 39). Por eso la eutanasia es un homicidio de quien coopera con ella, y un suicidio de parte de quien la solicita. “Se peca contra Dios, cuyo dominio exclusivo sobre la vida del hombre se usurpa. Se peca contra la sociedad, privándola injustamente de uno de sus miembros. Se peca contra sí mismo, pues todo hombre está obligado a amar la propia vida” (La familia en peligro, p. 155).
Así como se pretende eliminar seres humanos con defectos físicos o psicológicos, lo que llaman “eutanasia eugénica”, también está la “eutanasia económica”, aplicada para los que constituyen una carga para la sociedad. Sus partidarios, en su diabólico afán, no dejan de presentar otro argumento, como el del sufrimiento “insoportable” de los últimos días de vida para justificarla.
Claro que se debe evitar, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia sobre el llamado “ensañamiento terapéutico” –que son los tratamientos médicos desproporcionados –, los cuales pueden ser interrumpidos, pues, “con esto, no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla” (CIC, 2.278). Si bien que, por otro lado, ante la muerte inminente, importa que la asistencia no puede ser legítimamente interrumpidos pues “los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de caridad desinteresada” (CIC, 2.279).
Valgan estas informaciones frente al método usado habitualmente por los materialistas y ateos de conmover a la opinión pública con casos individuales, totalmente excepcionales. Alegando una falsa compasión, silencian los principios morales. Usan el subterfugio del espejismo de una “dulce muerte” para los “cansados de vivir”. Si hasta lo presentan como un acto de piedad, y la bautizan de “asistencia médica para morir”, su colaboración para tener “una muerte digna”.
La eutanasia etimológicamente significa (del griego): buena (eu), muerte (thanatos). En concreto es: matar deliberadamente a un enfermo incurable para poner fin a su sufrimiento.
Fue Holanda el primer país en legalizar la eutanasia (2000), Bélgica lo acompañó en 2002. Esta onda fue avanzando en países como Dinamarca (retiro de tratamientos), Suecia y Suiza (asistir al suicida), China (a pacientes incurables) , Francia (casos excepcionales). Y así, en un avance procesivo, llegamos a las últimas y radicales aprobaciones de leyes sobre la eutanasia en España (junio, 2021) y Chile (aprobado por unanimidad en Diputados, abril de 2021).
La tradición ha hecho que se confíe en el médico en los momentos de enfermedad o sufrimientos, dada la actitud que tiene que adoptar, ejerciendo excelente servicio a la vida. Es el espíritu del juramento hipocrático.
Para escapar o huir de esta problemática se está empujando el tema hacia la “última voluntad”, es decir, que el propio paciente disponga de su vida, acercándose a lo que llaman de “suicidio asistido”, quedando en medio del suicidio y la eutanasia. El paciente elige (ya hay píldoras letales a disposición en Holanda y otros lugares), el médico daría las instrucciones como asistente, respetando la voluntad del enfermo. ¡Vaya sensibilidad moderna!, que incita a la muerte a los más débiles.
Proponen el “testamento vital”, en el cual la persona indica cómo quiere ser tratado, para deslindar responsabilidades del crimen que se ejecutará. Podemos preguntar ante el riesgo de “ser suicidado”: ¿será real el testamento?, dado que puede el enfermo estar deprimido o desalentado, no teniendo en torno de sí amor o calor humano y sobrenatural; ¿no habrá por detrás una intención mentirosa para eliminar a los disminuidos física, psicológica o espiritualmente?; ¿aquellos que, en prolongado sufrimiento, su mente perturbada por esta triste situación pueda llevarlos a pedir legítimamente la muerte, haciéndolo de buena fe?
La muerte no tiene vuelta atrás. En el mundo paganizado que vivimos, que perdió la certeza de la inmortalidad futura y la esperanza de la resurrección prometida, si no se proyecta una luz nueva sobre el sufrimiento y la muerte, no se tendrá la fuerza extraordinaria para confiar en los designios de Dios.
Digan lo que digan, es inadmisible asesinar a un pobre enfermo. La eutanasia sigue siendo –en el decir de San Juan Pablo II– un acto intrínsecamente malo: “una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana” (Evangelium vitae, 65).
Que San Joaquín y Santa Ana, cuya fiesta el 26 de julio celebramos, ayuden a nunca abandonar a los que sufren, a no rendirse nunca, a cuidar y amar para dar esperanza. Que quede claro para todos que provocar la muerte nunca puede ser una referencia para evitar el sufrimiento, que crezca en todo lugar la defensa de la vida y de los cuidados paliativos. Amén.