¡Y FUIMOS COMO DIOS!

P. Rafael Ibarguren, Heraldo del Evangelio
– Consiliario de Honor de la FMOEI –

Mientras la humanidad se va hundiendo progresivamente en la incertidumbre y no se vislumbra cómo y cuándo las cosas entrarán en sus rieles, los derechos de las personas se fragilizan y la barbarie gana las calles -en Estados Unidos y en otros lugares- volvamos la atención para verdades trascendentes y oxigenemos el alma. Muchos solo piensan en las necesidades del cuerpo…

ImageEl relato de la caída de nuestros primeros padres después de la tentación de la serpiente, impacta profundamente a los creyentes, aunque no a cierto tipo de “católicos” que piensan, al igual que los incrédulos, que se trata de una fábula o de una historieta simbólica. Los que creemos en la veracidad del Génesis damos crédito al texto sagrado y el tema nos interesa sobremanera al estar en el origen de nuestra historia, condicionando tanto el rumbo de nuestras vidas.

Sobre el pecado original, a primera vista y sin mayor profundización, la cosa nos parece clara, fatalmente clara. Sin embargo, podemos equivocarnos en el juicio…

Dios creó a Adán del barro de esta tierra y después lo puso en el Paraíso, un lugar maravilloso que estaba por encima de nuestra naturaleza. Y allí, de su costado, formó a la mujer, Eva. La misericordia de Dios queda patente al crearnos por pura liberalidad, haciéndose después todavía más luminosa su bondad al ponernos en un lugar de delicias. Dios creó al hombre, dice San Ireneo de Lyon, no porque tuviese necesidad, ¡sino para tener en quien depositar sus beneficios!

Entre paréntesis, una concepción errada de nuestros orígenes hace decretar a muchos antropólogos, científicos y otros “sabios”, que venimos de las cavernas. En realidad, procedemos de las excelencias del Paraíso, solo que, por causa del pecado, hubo posteriormente terribles decadencias en individuos y en pueblos que los llevaron a tristes estados de barbarie.

Al hablar de la desobediencia original, se suele lamentar lo ocurrido –hay razones para ello- pero sin matizaciones, dejando de considerar algo tan esencial como los beneficios que nos trajo… el pecado ¡Sí, el pecado nos trajo beneficios! ¡Basta pensar en la Encarnación y en la fundación de la Iglesia!

Este tema es apasionante, aunque no muy propio para un corto artículo del tipo de los que publicamos cada mes. No obstante, una breve reflexión se puede esbozar para “abrir el apetito”, pues la materia se relaciona íntimamente con la Eucaristía.

Un antiguo libro editado en París en 1876 por la Librairie Ch. Puissielgue “Les Trésors de Cornelius a Lápide” escrito por el Abbé Barbier, recoge preciosos comentarios de la Sagrada Escritura extraídos del célebre teólogo jesuita flamenco de los primeros tiempos de la Compañía, Cornelio a Lápide. En un trecho dice:

El primer hombre quiso hacerse Dios; no pudo, y cometió un crimen. ¿Qué hizo Dios en su sabiduría y en su misericordia? Se dijo a Sí mismo: El hombre quiso ser Dios y no lo pudo. Fue un pecado para él el haberlo pretendido. Voy a encontrar un medio de satisfacer el deseo del hombre, sin que él tenga culpa. Yo me haré hombre y me daré a él en la Eucaristía; y, haciéndome hombre, el hombre se hará Dios; comiéndome, vivirá de Dios, será Dios. De hecho, lo que dijo la serpiente se cumplió. Ella había profetizado, sin quererlo, la futura elevación del hombre a la divinidad. “Seréis como dioses si comen de este fruto”, dijo ella a nuestros primeros padres (Gen. 3, 5) ¡Satanás, has creído engañar al hombre, pero en realidad te has engañado a ti mismo! Sí, el hombre será Dios, no comiendo el fruto del paraíso terrestre, sino comiendo en la Santa Mesa, en el jardín de la Iglesia, el fruto divino del paraíso celestial”.

Con límpida y encantadora lógica, se nos explica cómo Dios después del pecado nos obtuvo un bien muchísimo mayor a la vida, ya tan excelente, del Paraíso. ¡Claro! ¿Cómo el hombre iba a arruinar definitivamente el plan divino? Dios, que tiene siempre la última palabra, encontró una manera de, por así decir, superarse a sí mismo. Y si por un bocado -el fruto prohibido- nos vino la ruina, por otro bocado -el Pan de Vida- se nos devuelve la gracia y se nos da la salvación.

La comunión nos eleva, nos diviniza, nos deifica, haciéndonos partícipes de la naturaleza del mismo Dios. Es tan íntima la unión que propicia la Eucaristía entre la creatura y el Creador que, si los Ángeles pudieran sentir envidia, nos envidiarían por la Sagrada Comunión ¡Ellos, tan llenos de dones y confirmados en la gracia!
Porque al recibir el alimento eucarístico, es el Señor que nos transforma, y no nosotros al alimento como sucede al ingerir cualquier comida. Cristo no se transmuta en nuestra substancia, sino que nos transforma en la suya ¡es algo prodigioso!

En el Paraíso Dios “se paseaba por el jardín a la hora de la brisa” (Gn 3, 8), ¡Maravilla! Pero aquí, en la tierra, pasó algo mucho mejor y muy superior: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).Una cosa es venir de visita, pasearse y después, irse. Otra es acampar, establecerse, encarnarse en nuestra naturaleza y ¡darse en alimento! Entonces ¿Qué es mejor? ¿El Edén con sus delicias o esta tierra de exilio con un Dios tan cercano y tan íntimo?

Cierta vez, Mons. Joao Clá, fundador de los Heraldos del Evangelio, exponía esta idea en una homilía. Después del pecado, decía, Dios puso un Ángel en la puerta del Paraíso para impedir la entrada. Pero, como consecuencia de la Redención, dio a un hombre, a Pedro, las llaves de las puertas del Reino de los Cielos y el poder de atar y desatar ¡Oh feliz culpa que nos trajo tales bienes!

“¡Qué bien al mundo no ha dado / la encarnación amorosa / si aún la culpa fue dichosa / por haberla ocasionado!” canta un himno de la Liturgia de las Horas.
Y sí, la serpiente maldita, el padre de la mentira, tuvo razón: ¡fuimos como Dios!
(Mairiporã, São Paulo, Brasil, Julio de 2020).