EL LARGO RETRASO PERMITIDO POR DIOS

Plinio Corrrea de Oliveira (Extraído de la conferencia del 17/08/1988)

Aunque la Iglesia Católica nunca morirá, a veces, parece que fue colocada en un sepulcro. Sin embargo, así como Nuestra Señora estaba segura de que Nuestro Señor Jesucristo resucitaría, así nosotros debemos estar convencidos que la Iglesia resurgirá milagrosamente de esa especie de muerte aparente, y creer en la realización de las profecías, en la victoria y en el Reino de María.
Llegando al auge de la Edad Media, por la idea de que se establecía la Civilización Cristiana, que la Iglesia llegaba a una plenitud, se intensificó entre los medievales la devoción a Cristo Resucitado, y el número de Iglesias consagradas a esa invocación aumentó considerablemente, lo que es muy bonito.

La Iglesia está en una aparente muerte

Yo no vi tratar ese tema en libros de piedad, pero un aspecto en el que se debería poner más atención es la devoción de Nuestra Señora durante los tres días en que Jesús estuvo en el sepulcro. Porque existe una analogía entre la situación de la Iglesia hoy en día y Nuestro Señor en el sepulcro.

La Iglesia Católica no está muerta, pero la apariencia es que ha sido puesta en una sepultura. Ella no va a resucitar porque no murió, pero de esa especie de muerte aparente ella saldrá milagrosamente. Entonces, nosotros estamos en esos tres días – número históricamente real, pero de valor simbólico – de Nuestro Señor en el sepulcro.

Para la Santísima Virgen era tremendo por las añoranzas que sentía de Él. Análogamente, son nuestras añoranzas de la Iglesia, cómo fue y, sobre todo, cómo no la alcanzamos a conocer. Esas añoranzas deben sernos duras en este período.

Así como Nuestra Señora estaba segura de que Nuestro Señor Jesucristo resucitaría, también nosotros debemos estar convencidos de que la Iglesia no murió, y pasar por esta prueba: creer en el cumplimiento de las profecías hechas en Fátima, en la victoria y en el Reino de María.

Nuestra Señora adoraba el cadáver de su Divino Hijo en unión hipostática inmutable con la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, pero, sin embargo, estaba muerto. Entre tanto, el auge de la devoción de Ella era adorarlo ya resucitado.

También nosotros debemos amar la Santa Iglesia en esa aparente muerte en que está, pero teniendo seguridad que “resucitará”, amarla desde ya como Ella será en el futuro; nos deben alimentar ideas, esperanzas, percepciones del Reino de María y prepararnos para el día de la resurrección.

Quise hacer esta reflexión por ocasión de la Cuaresma y de la Semana Santa.

Uno de los elementos de la decadencia del hombre

Es una cosa curiosa, pero el triunfo deteriora a quien no conserva en su boca o en su memoria la amargura de las pasadas derrotas. Esto es sistemáticamente así. Uno de los elementos de decadencia del hombre es cuando piensa que eso es bueno – y, hasta excelente, a veces – que tiene es enteramente normal, y todos sus inferiores son unos infelices, porque no tienen sino lo que la vida debe dar. Cuando el individuo forma esa noción de la existencia, comienza a deteriorarse.

El punto de referencia es otro. Se debe pensar que lo común en este valle de lágrimas es el estado de mendigo, y cualquier cosa que esté por encima de la indigencia ya representa una cierta ventaja. De tal manera que, cuando en la indigencia le dan un pan, debe dar gracias a Dios. Y si llega a tener un poquito más que la miseria, puede desear más, pero nunca maldecir aquel poco, jamás dejar de reconocer que ese poco es alguna cosa que debe alegrarlo.

A veces, aquellos hijos cuyos padres son muy importantes, o muy nobles, o muy sabios, o muy cualquier cosa, por haber nacido en esa situación, consideran un absurdo no tener determinados privilegios, y mucho más todavía. Entonces comienzan a debilitarse, a deteriorarse y a podrirse.

También nosotros, para no podrir el Reino de María, tenemos que conservar el recuerdo de los torrentes en que bebimos por el camino. Para que cuando levantemos la cabeza comprendamos el favor que Dios nos está haciendo e, incluso en el auge de nuestra gloria, no encontrar eso tan normal. De lo contrario, al cabo de unos cinco años, estamos tan débiles que si fuera necesario volver atrás ya no tendríamos coraje. Es el efecto del pecado original. Así es la vida.

Leí en las memorias de una institutriz de las hijas de Nicolas II que cuando el Zar iba a París, en viaje oficial, llevaba a toda la familia. Mientras él y la Zarina estaban participando en las recepciones oficiales, las niñas llevaban una vida aparte. E iban a las tiendas de juguetes, que avisadas anticipadamente de la visita de las gran-duquesas exhibían los juguetes más caros y ponían los mejores vendedores a disposición para atender a las niñas.

Ellas ni preguntaban el precio pues, no les importaba. Ellas simplemente decían: “Yo quiero esto, aquello y también esto otro…” Nicolás II, a su vez, recibía la cuenta y pagaba, sin preguntar. Ahora, eso deteriora un niño a más no poder.

Según las costumbres antiguas, el primogénito heredaba todo el patrimonio de la familia y quedaba con la obligación de administrarlo. Los otros hijos, o se lanzaban a la aventura, o quedaban en cero. Estos, sin embargo, no consideraban eso una infelicidad. Al contrario, juzgaban una desventura el destino del primogénito que continuaba amarrado a su castillito, sin poder vivir la aventura que ellos tenían por delante.

D’Artagnan fue eso. Según la leyenda, el murió en el momento de recibir el bastón de Mariscal deFrancia. Y moría con la idea de haber realizado una cosa fabulosa. Pero él tuvo que luchar duro…

Nosotros tuvimos en Brasil un sistema parecido. Los descendientes que no pertenecían al ramo primogénito recibían tierras enormes para colonizar, y pasaban los mejores años de la vida, desde el día del día del matrimonio hasta más o menos los 45 años, trabajando duro, sembrando, se enfrentando a bandidos, porque era “FarWest”. Cuando la hacienda estaba organizada, ellos volvían para la capital y pasaban a ir periódicamente para administrar la propiedad. Para eso construían casas en la hacienda donde pasaban temporadas. Era una lucha conseguir alguna cosa. Eso es muy formativo.

En el largo retraso que soportamos, debemos vivir con ascesis

Ejemplos como estos sirven para entender las humillaciones y tantos otros sufrimientos que ahora pasamos, y así cuando llegue el Reino de María no corrompernos en la gloria, sino que demos el debido valor al hecho de haber subido con sacrificio, reconocer cuánto debemos a Nuestra Señora por eso, y conservar la siguiente idea retrospectiva: Si yo fuera capaz de volver al inicio y beber del torrente de nuevo, porque así Nuestra Señora lo querría de mí, no me he corrompido. Pero si no fuera capaz, puedo estar seguro de que estoy putrefacto, abusé del don de Dios.

Tengo la impresión de que este largo retraso que soportamos es permitido por la Providencia para prepararnos para una inmensa gloria, dentro de la cual debemos vivir con ascesis. Alguien podría objetarme: “Pero yo no quiero eso, porque si hasta en esa hora hay que vivir con ascesis, entonces esto no es vida”. Yo digo, “Amigo mío, Ud. se pudrió antes de subir. Mientras estaba abajo, Ud. alimentó sueños pútridos e imaginó una vida sin la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo”.

Hay una idea, en la que muchos de nosotros hemos sido educados, que se debe evitar el mirar hasta el fondo las contrariedades que trae la vida, considerándolas superficialmente para así no sentirlas. Y para esto, rodearse de las mayores delicias y diversiones que sea posible, para que cubran, en la medida de lo posible, los aspectos dolorosos que uno no debe ver.

Ahora, esta es una impostación equivocada. Hay que ver enteramente cualquier cosa dolorosa que la vida traiga. Porque así es en la vida de todos y no sirve de nada huir de la verdad. No hay nadie que no tenga sufrimientos muy fuertes en la vida, incluso entre fulgores muy atractivos y agradables. Sin embargo, la existencia revela grandes sufrimientos que debemos ver de frente, hasta dónde llegan y hasta dónde puedan ir, preparando el alma para aguantarlos.

Esta postura da al alma una especie de sacralidad, de nobleza, de fuerza para reconocer que, aunque la vida sea así, es digna de ser vivida. No porque arroje un saldo positivo, sino porque el alma crece mucho cuando asume así el dolor, de frente, como Nuestro Señor Jesucristo tomó el suyo en el Huerto de los Olivos.

Cuando la cruz se nos presenta, debemos abrir enteramente los ojos y los brazos

Mi devoción a Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos es aún más profunda que la propia crucifixión. No porque ignore que el apogeo de la Pasión es la crucifixión, sino porque esta meditación puramente espiritual del dolor, incluso antes de que llegue, su previsión y esa impostación de espíritu para recibir ese dolor, visto hasta el fondo, me parece fundamental en el alma católica.

De hecho, es sorprendente, pero esto es lo que hace interesante algún alma que tratamos. Cuando un alma trata de no ver el dolor, no es interesante. Al contrario, cuando ve el dolor hasta el fondo se asemeja a un instrumento musical afinado, con las cuerdas en orden. Esto le da una resonancia, una vida, a todo lo que ella diga,porque está sintonizada en orden al dolor.

Oración en el Jardín – Museo Diocesano, Barbastro, España

Es, de hecho, la Cruz de Nuestro Señor. Porque la palabra “dolor” sin la Cruz da paso a todo tipo de desequilibrio posible. La vida humana es inexplicable e insoportable sin Nuestro Señor Jesucristo. Por eso que San Pablo decía que sólo sabía predicar a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado (cf. 1 Co 2, 2).  

Hay místicos que vieron a Nuestro Señor recibir la Cruz y besarla. O sea, expresar afecto por ella. Creo que es absolutamente una cosa de primera categoría. Ahora, ¿qué significa para nosotros el afecto por una cruz inmaterial? ¡Es aceptarla con lealtad, abriendo los ojos y los brazos enteramente!

Por ejemplo, la cruz al ser despreciado. Es mejor bajar por el valle de ese desprecio hasta el final. No exagerar, imaginándolo más grande de lo que es, sino entreverlo en su tamaño real. “¡Muy bien, yo lo acepto! Me siento en el banquillo de los despreciados como si fuera un trono, y allí me quedo. Así sucedió, ¡vamos para adelante!

Si conociéramos las aflicciones que evitamos para nuestra alma cuando procedemos así… Porque la realidad es la siguiente: el sujeto no acepta y comienza a tomar como absurdo todo y cualquier dolor que le llegue. Ahí no hay manera de evitar la enorme ansiedad para que eso no suceda. Y en la ansiedad la persona sufre mucho más que en la aceptación franca y leal. Esta última produce una calma, una estabilidad, una fuerza que realmente corresponde a los designios de Dios, a una humilde aceptación de lo que Nuestro Señor quiere para nosotros.

Sufrir en unión con Nuestro Señor Jesucristo

Por lo tanto, hay dos actitudes que integran la virtud de la templanza. Una es entender que la vida es un valle de lágrimas, y saber saborear como un regalo de Dios cualquier pequeña alegría enviada por Él para aliviarnos. El auge de la alegría no está en su tamaño, sino en su calidad. Por lo tanto, saber deleitarse de las pequeñas alegrías de la vida, y no imaginarlas mayores de lo que son en realidad, entendiendo que son transitorias, y saber verlas hasta el final, es un elemento indispensable para que la persona no se deteriore, no se pudra. Porque si no se hace eso, la persona imagina que lo normal es llevar una vida en la que todo vaya de acuerdo con sus deseos, y lo que no sea eso resulta una desgracia. Este último es mucho más infeliz que el primero.

Otro elemento de la templanza es entender que lo normal de esta vida es sufrir, y mucho, y que se debe sufrir en unión con Nuestro Señor Jesucristo, considerando el sufrimiento en su aspecto sobrenatural, sin el cual nada tiene sentido. Así que, viniendo algún contratiempo sobre nosotros, hay que mirarlo con entereza, de frente, medir integralmente el sufrimiento que trae y decir: “Yo soporto, acepto y sigo hacia adelante”.

Es el ejemplo que Nuestro Señor nos dio en su Pasión. En la Agonía del Huerto previó todo. No se hizo de incauto. Todo lo que sufriría en su cuerpo le fue revelado a su naturaleza humana. Además, todos los dolores del alma, la ingratitud, etc. De hecho, con los apóstoles ganó experiencia. Vio todo esto y no cerró los ojos. Sufrió hasta el final con la perspectiva de lo que se aproximaba. Sintió que su voluntad perfectísima no aguantaría y pidió que se le apartara ese sufrimiento. Pero vean el equilibrio perfecto: “Si es posible, apártalo. Si no es posible, hágase tu voluntad y no la mía” (cf. Mt 26, 39).

Aplicando eso para nosotros, debemos tener el valor de ver nuestra situación tal como es, enteramente y lo irremediable que pueda ser. Porque si el único “remedio” fuera apostatar, este “remedio” no lo contemplamos de ninguna forma, porque en el momento en que uno de nosotros considere esa hipótesis, comenzó a calcular el valor de las treinta monedas… Esta no es una hipótesis válida. Luego es necesario aguantar así esa situación, no hay otra salida.

Es absolutamente indispensable ver la realidad de frente

Soportando el sufrimiento con esta fuerza, la persona llega con calma hasta el final, con paz, con dignidad. Y en esto vivió su vida. Entonces son estos los dos aspectos de la templanza: saber apreciar las cosas que Dios manda, y amar la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, como es destinada a todos los hombres.

A veces encontramos personas realmente felices, pero que no quieren pensar en la posibilidad de una desgracia. ¡En algún momento, reciben un susto! Porque de repente, la desgracia revienta a sus pies.

Imaginemos a un hijo que ama con cariño a sus padres. De repente, se da cuenta de que sus padres por los que se sacrifica, y que lo consideran muy bueno, de hecho, no lo aman como él los ama. Y esto se expresa, por ejemplo, por su actitud hacia otro hijo que no es bueno, para el que tienen una predilección tonta, aunque este hijo despilfarre su dinero y haga desastres. Y eso sólo porque es el hijo más parecido a ellos, es más apuesto, cualquier cosa del género…

Sin embargo, el primero sigue siendo un buen hijo, no cae en el desánimo, ni queda amargado, pero apunta: “Mis padres son así”. Por lo tanto, no se trata de pensar lo siguiente: “Voy a revisar mi procedimiento. ¿Valdrá la pena seguir dándoles esa dedicación o no vale la pena? Puedo disminuirla, porque sería un imbécil si los trato como padres perfectos porque no lo son”. Al contrario: “Son mis padres y, como tales, tienen derecho a mi dedicación”. Sin embargo, esta situación puede crear diferentes grados de tribulación. ¡Hay que verlo de frente!

En una ocasión, vi un ejemplo doloroso de esto. Era una historia sobre una familia muy noble de Francia. La fotografía mostraba al padre y a la madre todavía jóvenes, muy bien parecidos y ya rodeados de una camada de niños, todos muy sanos, permanentemente alegres, dando idea de la propia felicidad de la pareja. Se veía esa alegría despreocupada y optimista, en la que se encontraba una pequeña mancha en materia de religión, porque si es verdad que todos tomaron clases de catecismo, hicieron la Primera Comunión -en aquella ocasión estuvieron elegantes e incluso piadosos-, sin embargo, no les fue enseñado lo que estoy diciendo aquí.

Pensé: “¡O toda mi forma de ver la religión y la vida está mal, o esta familia tendrá un problema de otro mundo!” Como resultado, era un tropel de delincuentes. El marido, publicó en la misma revista, en la que se publicó el mencionado reportaje, que durante mucho tiempo no tenía temas para tratar con su esposa, incluso en los momentos auge de su matrimonio, porque ella era completamente vacía y no tenía nada que decirle. ¿Podemos imaginar lo que significa para una mujer, que tuvo la ilusión de ser amada por su marido, leer esto y darse cuenta de que de que no solo ya no gustaba, sino que nunca gustó de ella? Bueno, ver de frente esto es absolutamente indispensable y es parte de los tales elementos de la templanza que uno debe tener.

Conozco a una persona que en su temprana adolescencia me comunicó este pensamiento: “Sé que fui llamado a servir a Nuestra Señora. Pero no me importa si Dios me llamó para eso. ¿Por qué me escogió, cuando pudo haber elegido a otro para padecer ese mundo de sufrimientos inherentes a la vocación, y a mí dejarme tranquilo con mi vida?”

De hecho, sufrió mucho por lo que tenía que hacer e hizo, y por lo que no debía hacer, pero también hizo. Actualmente es muy buen hijo de Nuestra Señora. Pero quería analizar ese estado de ánimo que en un momento fue suyo.

Este joven debe haber recibido muchas y buenas gracias en el período de su infancia y adolescencia. Sin embargo, al mismo tiempo saboreando intensamente, sin vínculo con estas gracias, escenarios materiales propios para hacerle llevar una vida feliz. Esto redujo su horizonte, de tal modo que, en lugar de considerar el formidable panorama de los que son llamados por Dios a un ideal alto, se regocijaba con el pequeño horizonte, con el edificio de techo bajo, de la pequeña vida que tenía ante sí, que probablemente se le presentó como una existencia ideal.

La alegría de los grandes horizontes
Castillo de Combourg y estatua de Chateaubriand - Francia
Castillo de Combourg y estatua de Chateaubriand – Francia

Bueno, es una cosa curiosa, aunque sea en medio de congojas existe la alegría en los grandes horizontes. Que trae, sin embargo, un bienestar y una satisfacción que el horizonte estrecho, el edificio de techo bajo nunca da.

Text Box: Castillo de Combourg y estatua de Chateaubriand - FranciaChateaubriand1 hace una magnífica descripción de una noche en el castillo de Combourg. Tenía una hermana llamada Lucille, a quien amaba mucho. Presenta a su madre, la señora Chateaubriand, como una muy buena persona, pero con una mala salud que debía cuidar. Y el padre, una especie de león en la jaula, una fiera. Después describe una tarde en la residencia familiar, un castillo gótico con un techo muy alto, grandes salas donde ponían una mesa para cenar. Comían en silencio porque su padre estaba continuamente pensando en otras cosas y producía miedo. La madre también tenía miedo del padre y se quedaba quieta; suspiraba a veces dulcemente, y continuaba cenando.

Después de la comida, comenzaba el “entretenimiento” familiar. Se levantaban e iban a un enorme salón al lado del comedor, donde por falta de dinero sólo había una luz encendida cerca de la madre. Ella se sentaba en una silla más cómoda, mientras el padre caminaba, de modo que cuando se acercaba o se alejaba, su sombra en la pared crecía o disminuía. Así, se oían en el suelo de piedra, los pasos del viejo vizconde en un caminar preocupado. De vez en cuando, se detenía frente a los niños, que en una esquina susurraban, los miraba fijamente y les preguntaba: “¿De qué están hablando?” Un poco como alguien que quiere entretener la conversación, pero él no entendía que, con eso, paralizaba a los niños… En este ambiente, el techo alto aumentaba la melancolía y la desolación. Se entiende que esto le pareciera a Chateaubriand inmensamente triste e incluso soturno.

Cuando llegaba el momento de acostarse, el joven Chateaubriand iba a dormir solo en una torre. Se metía en una cama con esos clásicos cortinados, mientras los vientos del mar soplaban sobre la torre, aullando, silbando, y el Chevalier de Chateaubriand aterrorizado dentro de las cobijas, hasta que llegara el sueño. Tengo la impresión de que, por la mañana, se levantaba despreocupado, y hasta bajaba al mar para jugar con los niños de la zona y era ya otra cosa.

Cuando un alma tiene una parte vuelta para la pequeña vida y otra para los grandes ideales, estos juegan un poco el papel del techo alto del Castillo de Combourg. Al individuo le gustaría escapar hacia algo más acomodado, más recto, más arreglado, para tener, después de todo, la alegría de ser pequeño.

Por lo tanto, puede haber dos maneras de considerar la llamada de Dios: una es al estilo de la torre que aúlla y todas esas cosas; otra es el alma grande de un cruzado, de un hombre que aceptó la cruz y tiene en ella una consonancia con el Divino Crucificado.

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1) Francois-René Auguste de Chateaubriand. Escritor, ensayista, diplomático y político francés (*1768 – †1848).