Es imposible, en esta tierra de exilio, imaginar las maravillas del Cielo empíreo, reservadas por Dios como premio para los hombres. Porque como dice San Pablo: “Cosas que los ojos no vieron, ni los oídos oyeron, ni el corazón humano imaginó, tales son los bienes que Dios tiene preparados para aquellos que lo aman” (I Cor, 2, 9).

          Sin embargo, algunos santos tuvieron el privilegio de entrever sobrenaturalmente el lugar de felicidad donde se gozan todas las alegrías, tanto espirituales como materiales. San Juan Evangelista, arrebatado por una visión profética, describe en el Apocalipsis esa Jerusalén celeste, con sus cimientos de zafiro y esmeralda, sus paredes y pavimentos de jade y topacio, las puertas de diamantes y perlas y sus columnas de cristal con incrustaciones en oro puro (cf. Ap, 21).

          San Juan Bosco, que visitó el Cielo empíreo en uno de sus místicos “sueños”, así lo presenta a sus jóvenes adultos: “Las columnas de aquellas casas parecían de oro, diamante y cristal, de modo que producían una agradable impresión, saciaban la vista e infundían un gozo extraordinario. Era un espectáculo encantador”. Llama la atención el hecho de que en estas opiniones sea representado el Paraíso Celeste como una hermosa ciudad constituida de espléndidos edificios. No es, sin embargo, una simple metáfora.

          El hombre, en la eternidad, no necesita de viviendas para abrigarse de las inclemencias del tiempo, pero aún le son necesarias habitaciones adecuadas, en la que el cuerpo y el alma se sientan acogidos, y encontrar las condiciones idóneas para la convivencia con sus semejantes. Para cumplir este deseo, Dios provee para los bienaventurados una mansión celestial inimaginable y magnífica, en consonancia con la visión beatífica de que gozan sus almas.

          Ahora, cuando en el Padre Nuestro rezamos “venga a nosotros tu Reino”, pedimos que todo en este mundo —de la naturaleza al arte, de la técnica al pensamiento, de la oración a las formas de gobierno— se aproxime lo máximo posible al patrón de sublimidad que existe en el cielo. En el campo de la arquitectura, esto significa pedir que esas celestiales moradas —realizadas, sin duda, en un estilo sui generis e inédito— puedan ser de alguna manera reflejadas en los edificios de la Tierra. Resplandeciente de luz y orlada de piedras preciosas, la eterna Jerusalén fue el ideal espléndido hacia el cual tendieron los arquitectos medievales, en su afán de construir en este valle de lágrimas algo análogo.

          Por lo tanto, el gótico, con sus ojivas y agujas apuntando hacia lo alto y, sobre todo, con sus vidrieras multicolores y los variados juegos de luces y sombras, da a los hombres un mítico y sobrenatural ambiente, un punto de referencia para, a través de la Fe, contemplar las bellezas que les esperan en la visión beatífica.

          En su Carta a los artistas, el siervo de Dios Juan Pablo II señala que “la fuerza y la sencillez del románico” poco a poco daría paso a “la esbeltez y el esplendor del gótico.” Y a continuación afirma: “Donde el pensamiento teológico realizaba la Summa de Santo Tomás, el arte de las iglesias sometía la materia a la adoración del misterio”.

          Si Dios diera la responsabilidad a los ángeles de levantar grandiosos templos en la Tierra, ¿escogerían un estilo diferente?