MEDITACIÓN DE SEMANA SANTA

DIVINA SERIEDAD DE NUESTRO SEÑOR

Dr. PLINIO CORREA DE OLIVEIRA
(Extraído de conferencia de 29/3/1988)
        Los esbirros hicieron espantosas brutalidades contra Nuestro Señor Jesucristo, por odio a la virtud que trasparecía en Él de una forma magnífica. Quien se acercara al lugar donde Jesús estaba siendo flagelado, oiría lancinantes gritos de dolor; sin embargo más harmoniosos y bellos que la música de cualquier orquestra.
        Si consideramos a Nuestro Señor en su peregrinación durante los tres años de su vida pública, de un lado para otro predicando a las multitudes, sea en el primer año que fue gozoso, pues al inicio de su obra encantó más o menos a todo el pueblo de Israel; sea durante el segundo, cuando las dificultades comenzaron a aparecer; sea en el tercero, que fue dramático, terminando en el Gólgota y el Eli, Eli lammá sabactâni (Mt 27, 46) – Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me abandonaste? –; en cualquiera de esos años, ¿cómo imaginaríamos a Nuestro Señor?

Majestosa y Serena Tristeza De Nuestro Señor.

        ¿Andando contento de un lado para otro, satisfecho, con fisionomía alegre, comentando despreocupadamente y de modo agitado los aspectos divertidos de las cosas? ¿O con un fondo de tristeza apacible, presente en su personalidad, estampada en su divina mirada y en todo lo que decía y hacía; dirigiéndose a los hombres con un trato afable, dulce, bondadoso, pero también con ese tono de tristeza, no dramática, ni lancinante, sino habitual, estable –para emplear una comparación que no me satisface enteramente, pero que dice algo–, una mirada que tuviera algo de luminoso, resplandeciente y triste, como la luz de la luna?
Sin duda, esa mirada así apesadumbrada, pero resignada, atenta, afable, bondadosa, revelaría el trasfondo de su alma.
        Se trata de saber por qué esa majestuosa, serena, inmensa y afable tristeza de Nuestro Señor inundaba así su alma. Comienzo por preguntarme qué relación hay entre esa mirada y la seriedad, y concluyo que así es la propia seriedad del Redentor. No hay otro modo de ser serio. Pero, ¿si así es su seriedad, no debe ser igualmente nuestra seriedad?
        Esto puesto, nos debemos preguntar qué razón hay para que su tristeza sea tan grande cuanto su amplísima visión.
        En su divinidad no podría haber tristeza. De tal manera Dios es perfecto, excelso, admirable, que no cabe en Él ninguna consternación. Había tristeza en la humanidad santísima de Nuestro Señor. Pero su naturaleza humana estaba unida hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, constituyendo una sola Persona, continuamente en la visión directa de Dios, en el océano de sus perfecciones y en su felicidad infinita e imperturbable por todos los siglos de los siglos sin fin.
        Luego esa tristeza no puede venir de Dios, solamente del hombre. Porque Nuestro Señor vino a la tierra como redentor y se encarnó para rescatarnos, muriendo en la cruz como Hombre-Dios, y por tanto, haciendo que un hombre ofreciera aquel sacrificio infinitamente precioso, que condonara el pecado original y los pecados posteriores, y nos abriera el Cielo. Entonces, está claro que ese sufrimiento sólo podría venir de un hombre.
        ¿Cómo un ser que siendo Dios, que participa de esa felicidad infinita del Omnipotente, podía tener tanta infelicidad, tanta tristeza, por causa de los hombres, que son tan inferiores a Él?
        Sería más o menos como si yo –hablando en términos mundanos– recibiera de repente como herencia una fortuna incalculable, inmensa, y el mismo día, partiendo una fruta, me cortara un poquito el dedo. Surge una pequeña incomodidad que coincide con una causa de felicidad extraordinaria, pero no reparo en ella. Si por la noche el dedo comienza a molestar, advierto que me hice aquel corte por la mañana, porque pensé el día entero en la felicidad y en la alegría de haber ganado una fortuna.
        Con la debida reverencia, se podría decir que la tristeza causada a Dios por causa de los hombres, es pequeña comparada de su infinito júbilo. Esto se explica de la siguiente manera: Dios ama los hombres con amor infinito, y por esta causa Él quiere recibir el amor de ellos. Un amor desea una paga, una retribución, y cuando no es retribuido sufre, con un dolor tan profundo, que llega a afligir de esta manera al Verbo de Dios encarnado. Él tiene un conocimiento directo, inmediato, de todas las cosas. Mira para todos los hombres y conoce –tal vez se puede llamar discernimiento de los espíritus– enteramente su estado de espíritu.

Centro De Gravedad En Torno Del Cual Todos Los Hombres Deben Girar.

        Dios veía esa actitud de los hombres, que era de no amarlo: el pueblo elegido, vuelto completamente para las abominaciones que conocemos; los otros pueblos, para las idolatrías y pecados que abundaban todo el mundo de aquel entonces. Y Él no se sentía retribuido en su amor infinito, lo que no es un sentimiento común, por ejemplo, del profesor que se dedica mucho a sus alumnos y nota que no lo reconocen.
        Es una cosa muy diferente. Siendo Dios, Él es infinitamente merecedor del amor de los hombres; y estos, negando el amor al Redentor, quedaban pésimos, totalmente repulsivos, porque el punto de gravedad en torno del cual todos los hombres, y cada hombre en concreto, deben girar es Él, que es infinitamente bueno, infinitamente santo, y en función del cual vida de todos debe gravitar. Él es el astro divino, el sol divino.
        Nosotros somos los planetas que giran en torno al Sol; y no lo miramos, ni queremos mirar. El ver así las creaturas que Nuestro Señor ama tanto es la causa de esta tristeza.
        Es muy triste ver la falta de virtud; de los hombres el Creador sólo quiere virtud. El hombre puede tener lo que quiera, pero si no posee virtud, por así decir, a Dios no le interesa. Y su posición frente al hombre es apenas con el deseo de que sea virtuoso y semejante a Él, para así amarse mutuamente. Siendo rechazado, su tristeza llena la tierra, más o menos como la luz de la luna cubre de tristeza el cielo.

Debemos Querer Que Todo Sea Semejante a Jesucristo

        Esta es una de las características de la divina seriedad de Nuestro Señor Jesucristo. Y vemos cómo los Apóstoles, sus más cercanos, antes de Pentecostés estaban llenos de faltas de esas. Estaban más atentos en las cosas terrenas, humanas; y con Nuestro Señor Jesucristo entre ellos, llevaron tanto tiempo para descubrir y reconocer que Él era el Hombre-Dios; simplemente porque no ambicionaban de aquellas virtudes, no las amaban, y por eso su entusiasmo no era ascendente, alpinístico, no escalaba las cumbres. Al contrario, era un entusiasmo por los charcos, por los pantanos.
        Por ejemplo, mientras los Apóstoles caminaban con Jesús hacia el Huerto de los Olivos, es posible que los haya reprendido, diciéndoles: “Dentro de poco iremos a orar y ustedes se dormirán, justamente en el momento en que el Hijo de Dios comenzará a padecer.” Naturalmente, los Apóstoles, inclinados a los chistes y a cosas semejantes, se durmieron. El resto ya lo conocemos…
        Vamos a transponer esto para nosotros. Nosotros somos simples creaturas. No tenemos, por tanto, unión hipostática con Dios, pero hemos sido bautizados y a partir del Bautismo comenzó a vivir en nosotros la gracia, que es una participación creada en la propia vida increada de Dios. Hay algo ahí que no deja de tener una leve semejanza con la unión hipostática.
        Somos templos del Espíritu Santo. Puesto esto, la gran preocupación de nuestra vida es de ver en la Iglesia Católica, en los santos que engendra, en sus instituciones, en las páginas luminosas de su Historia, todo lo que sea santo y, por tanto, que recuerde a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo; porque amamos lo que se parece a Él. Este es el punto más importante de nuestra existencia, como para Él el centro de la vida terrena fue vivir en la unión hipostática y procurar que los hombres recibieran la gracia de adorarlo como Hombre-Dios.
        Por tanto, nuestra gran alegría –si somos fieles a nuestro bautismo y coherentes en nuestra Fe– debe ser el notar que los hombres estén amando Nuestro Señor; y que todo lo que suceda en el mundo esté de acuerdo con el Espíritu y la Ley de Dios, como si Jesús estuviera presente. No queremos para nosotros otra cosa: que todo sea semejante a Él.

Debemos Tener Un Fondo De Seriedad Luminosamente Triste.

        Sin duda yo admiro París, dejando de lado todos los aspectos mundanos. Sin embargo, si me dieran a escoger entre vivir en aquella ciudad, donde el pecado dejó tantas marcas, así como el amor de Dios algunas cosas tan maravillosas – la Catedral de Notre-Dame, por ejemplo –, o en un lugar habitado por el pueblo más vulgar, más despojado, más inculto da tierra, pero donde todos amaran verdadera y sinceramente a Dios; yo preferiría vivir en aquel pueblo, y saldría volando de París.
        Aunque París es todo lo que es, y Notre-Dame signifique tanto para mí, prefiero ver almas enteramente según Dios, y no apenas piedras; que amen al Creador en espíritu y en verdad, y que tratando con ellas pueda tener la impresión fundada y viva, de discernir el Espíritu Santo presente en cada una. Por eso, quiero ir para allá aunque las personas usasen solamente telas burdas, hechas de palmera; coman apenas peces ordinarios que pescan en el río del lugar. ¡Si en ellas estáis Vos, mi Señor y mi Dios, es allá donde quiero estar!
        No sé si cada uno de nosotros tiene la misma reacción, y si hace de Dios el sol de su propia seriedad. Pero en concreto, es que el alma del católico debe tener un fondo de seriedad, vaga y luminosamente triste por causa de las condiciones abyectas, altamente censurables del mundo contemporáneo. Debemos sentirnos censurados, rechazados, detestados, y – ¡Oh, dolor! – no por causa de nuestra persona, que poco vale, sino porque rechazan al Espírito Santo que está en nosotros, desdeñan en nosotros la condición de miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
        Si ciertas personas conocieran mis defectos y me rechazaran por esa causa, yo los amaría; pero ellos conocen mis cualidades y por eso me desprecian. Entonces yo me siento rechazado en lo que es más internamente mío, en aquello por donde soy más yo mismo y por donde pertenezco a Nuestro Señor como ente bautizado, que tiene Fe, que es miembro de la Santa Iglesia Católica. Y por eso hay en mí un fondo constante de tristeza, de seriedad triste.
        En Jesús, la seriedad no excluía, por ejemplo, que fuera de vez en cuando a casa de Lázaro, para tomar algunos días de descanso, de tranquilidad, de bienestar; de sentir el amor por él. Santa María Madalena lo adoraba, como sabemos, Marta lo quería, Lázaro lo amaba y esto le llenaba el alma. Pero por toda parte, así como la luna acompaña los pasos del hombre que anda por la noche, se le notaba una tristeza enlutada: “Los hombres no me quieren porque no aman a Dios. Esta es una espada que me traspasa de alto a bajo.”

Gemidos De Jesús Por Causa De Nuestra Indiferencia.

        Si procuráramos, unos entre otros, solamente el amor de Dios y siempre nos regocijáramos, pensando en ese amor presente en nosotros, y si al notar en alguien una falta de amor de Dios nos entristeciéramos, a la manera de Nuestro Señor, con una tristeza llena de amor, con un profundo deseo de atraer esa persona hasta Dios; si actuáramos así, ¿cómo sería la atmosfera en nuestras casas? Más próxima al ideal de seriedad, que asumimos por ejemplo, cuando participamos de un retiro, ¡comprenderíamos más integralmente lo que es la seriedad!
        No es porque pretendamos que nos quieran; deseamos que quieran a Dios en nosotros. Vuelvo a decir: si conocieran mis defectos y por eso me odiaran, yo les besaría las manos y los pies y les agradecería, porque detesto mis defectos. Pero esa gente, prohibida de escribir sobre mí en un periódico, odia lo que yo tengo de bueno; eso me hace sufrir, me indigna. No por mí, sino por Nuestro Señor, porque es a Él que están rechazando.
        Ahí está la materia prima, la tintura madre de nuestra seriedad. Sin embargo ahora en Semana Santa, contemplamos las brutalidades, la injusticia, la crueldad que tuvieron con Jesús, y en este tiempo tendremos bien presente que hicieron eso por odio a la virtud, que en Nuestro Señor trasparecía de modo tan magnífico. De manera que, por ejemplo, si algunas personas se acercaran al lugar donde Jesús estaba siendo flagelado, escucharían sus lancinantes gritos de dolor. Sin embargo, esos gritos eran más harmoniosos y más bonitos que los acordes de cualquier orquesta, más atrayentes que las declamaciones de cualquier orador, por más famoso que fuese.
        Con la púrpura de su sangre corriendo sobre todo el cuerpo sagrado, era Él más majestuoso que un rey con la púrpura de un manto real. Los esbirros notaban eso y lo flagelaban más, porque amaban la vulgaridad, la indecencia, la inmoralidad. Entonces Jesús gemía, gemía por su cuerpo sagrado – un hombre gime al sentir eso –, pero mucho más por las almas pésimas que lo azotaban; por todo lo que ya advertía que iría a suceder hasta el fin de los siglos. Nuestro Señor nos mira durante esta Semana Santa y, si pasamos indiferentes a sus gemidos, a sus dolores, nos diría: “¿Hasta ustedes, a quienes llamé para un especial amor?
        Ustedes que oyen mis gemidos, que me contemplan coronado de espinas y en otros episodios de mi Pasión, ¡también se quedan indiferentes!” Y Jesús gime y grita igualmente por causa de nuestra indiferencia.

¡María Santísima, Fijad en mí las Llagas del Crucificado!

        Piensen en la tristeza de Nuestra Señora ante esto. Probablemente Ella sufría porque conocía lo que pasaba con Jesús. En sus santas intuiciones, contemplando cada grito, cada gemido, cada pedazo de carne que los azotes arrancaban y lanzaban por tierra – la unión hipostática continuaba en aquellos pedazos de carne –, Ella, transida completamente por el dolor, sabía cómo sería nuestra Semana Santa.
        Donde debería estar el amor a Él, cuantas veces está el amor a otras cosas, o quizá a otras personas. Para dar ejemplos que no sean amistades o afectos de sí pecaminosos, conjeturemos de un amigo que nos gusta, porque es simpático; de otro porque es popular y nos prestigia; de un tercero porque nos admira. ¿Son esas las razones porque deba gustar de las personas, o es porque ellos se parecen con Nuestro Señor?
        Santiago era, por una razón natural de parentesco, deseada por Dios, muy parecido con Nuestro Señor. De tal manera que cuando los verdugos tuvieron miedo de equivocarse al escoger, le pidieron a Judas indicar quién era, y él dice: “Aquel a quien yo bese, ese es el Hombre” (cf. Mt 26, 48).
        Por eso, después de la muerte de Nuestro Señor hubo quien recorriera distancias enormes para ver aquel Apóstol que se parecía al Redentor. Ahora, lo tenemos presente en la Sagrada Eucaristía… Es Semana Santa. ¿Qué hacemos? ¿Recemos a Nuestra Señora pidiéndole que nos proporcione sus disposiciones de alma, para vivir una Semana Santa como deberíamos vivir?
        Hay un himno en la Liturgia que dice: Sancta Mater, istud agas, crucifixi fige plagas – Santa Madre, haced esto, prended en mí las llagas del Crucificado. Eso deberíamos afirmar durante la Semana Santa. Y cuando lleguen las tres de la tarde del Viernes Santo y adoremos a Nuestro Señor en la Santa Cruz, pensemos en la seriedad y procuremos sentir fijas en nosotros las llagas del Divino Redentor.
        Entonces pidamos a Nuestra Señora que haga que los hombres vivan la tristeza de Nuestro Señor Jesucristo.