Triunfante Como La Aurora Se Elevó a Los Cielos La Virgen María

A fiesta de la Asunción, que se conmemora el día 15 de agosto, nos convida a meditar sobre a gloria inefable de la Virgen María, al Paraíso de Dios.

Pedro Morazzani Arráiz, EP

Cuanto el hombre se ahonda más en el conocimiento de Dios, más comprende que no conseguirá abarcarlo, tales son las grandezas y los misterios con los cuales se depara.

El Creador, que establece las reglas, se complace en crear magníficas excepciones.

Tres criaturas no podrían ser creadas en grado más excelente, nos enseña la Teología. La primera de ellas es Jesucristo, Hombre Dios: imposible ser más perfecto, nada tendríamos para aumentarle. La segunda, María: “casi divina”, es la expresión utilizada por varios teólogos para referirse a la Madre del Redentor. Y, por fin, la visión beatífica, el Cielo: el premio reservado a los justos no podría ser mejor ni mayor. ¡Es el propio Dios que se da a los Bienaventurados!

¿Por qué murió la Madre de la Vida?

En María Santísima está la plenitud de gracias y de perfecciones posibles a una mera creatura. Según la bella expresión de San Antonino, “Deus reunió todas las aguas y la llamó mar, reunió todas las sus gracias y las llamó María”. Desde toda la eternidad, el decreto divino establecía el singularísimo privilegio de que la Virgen Santísima haya sido concebida libre da mancha original.

Este privilegio que es proprio de Aquella que engendraría en su seno el proprio Dios.

Transcurrida su vida en esta tierra, ¿qué sucedería con nuestra Madre?
Ella, que había dado a luz, alimentado y protegido al Niño Dios, y recibido en sus brazos virginales el cuerpo dilacerado de su Hijo y Redentor, estaba lista para exhalar el último suspiro.

¿Cómo podría pasar por el trance de la muerte aquella Virgen Inmaculada, nunca tocada por la más leve sombra de cualquier falta?

Sin embargo, como el suave declinar del sol en un magnífico atardecer, la Madre de la Vida rendía su alma. ¿Por qué moría María? Habiendo Ella participado de todos los dolores de la Pasión de Jesús, no quiso dejar de pasar por la muerte, para imitar en todo su Dios y Señor.

¿De qué murió María?
Perfectísima era la naturaleza de la Virgen María. En efecto, afirma Tertuliano que “se Dios empleó tanto cuidado al formar el cuerpo de Adán, por la razón de su pensamiento volar hasta Cristo, que debería nascer de él, ¿cuánto mayor cuidado no habrá tenido al formar el cuerpo de María, de la cual debía nascer, no de modo remoto y mediato, sino de modo próximo e inmediato, el Verbo Encarnado?” (1)

Además, escribió Santo Antonino, “la nobleza del cuerpo aumenta y se intensifica en proporción con la mayor nobleza del alma, con la cual está unido y por la cual es informado. Y é racional, pues la materia y la forma son proporcionadas una a la otra. Siendo, por tanto, que el alma de la Virgen fue la más noble, después de la del Redentor, es lógico concluirse que también su cuerpo fue el más noble, después del de su Hijo” (2).

Al alma santísima de María, concebida sin pecado original y llena de gracia desde el primer instante de su existencia, concernía, por tanto, un organismo humano perfectísimo, sin el menor desequilibrio.

En consecuencia de su virginal naturaleza, Nuestra Señora fue inmune a cualquier enfermedad, y jamás estuvo sujeta al quebranto natural del cuerpo causado por la edad.

¿De qué murió, pues, la Madre de Dios?
El término de la existencia terrena de María se debió a la “fuerza del divino amor y al vehemente deseo de contemplación de las cosas celestiales, que consumían su corazón” (3).

¡La Santísima Virgen murió de amor!

Sano Francisco de Sales asía describe ese sublime acontecimiento:

“¡Cuán activo y poderoso (…) es el amor divino! Nada de extraño si os digo que Nuestra Señora de él murió, pues, llevando siempre en su corazón las llagas del Hijo, las padecía sin consumirse, pero finalmente murió por el ímpetu del dolor. Sufría sin morir, entretanto, por fin, murió sin sufrir.

“¡Oh, pasión de amor! ¡Oh, amor de pasión! Si su Hijo estaba en el Cielo su corazón ya no estaba en Ella. Estaba en aquel cuerpo que amaba tanto, hueso de sus huesos, carne de su carne, y al Cielo volaba aquella águila santa. Su corazón, su alma, su vida, todo estaba en el Cielo: ¿por qué había de quedarse aquí en la tierra?

“Finalmente, después de tantos vuelos espirituales, tantos arrebatos y tantos éxtasis, aquel castillo santo de pureza y humildad se rindió al último asalto del amor, después de haber resistido a tantos. El amor la venció, y consigo llevó su beatísima alma” (4).

Esa muerte de María, suave y bendita como un lindo atardecer, la Iglesia designa por el sugestivo nombre de “dormición”, para significar que su cuerpo no sufrió la corrupción.

Llena de gracia y llena de gloria.

¿Cuánto duró la permanencia del purísimo cuerpo de María en el sepulcro?

No lo sabemos. Pero, según la tradición, muy poco tiempo estuvo el alma separada de su cuerpo. Y, en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, afirma el Papa Pio XII: “Por un privilegio enteramente singular, Ella venció el pecado con su Concepción Inmaculada; y por ese motivo no fue sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención del cuerpo hasta el fin de los tiempos”.

Así, resplandeciente de gloria, el alma santísima de Nuestra Señora reasumió su virginal cuerpo, volviéndolo completamente espiritualizado, luminoso, sutil, ágil e impasible.

Y María — que quiere decir “Señora de Luz” — se elevó en cuerpo y alma al Cielo, en cuanto las incontables legiones de las milicias celestes exclamaban maravilladas al contemplar su Soberana cruzando los umbrales eternos:

“¿Quién es esta que surge triunfante como la aurora, esplendorosa y bella como la luna, refulgente e invencible como un sol que sube en el firmamento y terrible como un ejército en orden de batalla?” (5).


Y se oyó una gran voz que decía:

“E aquí el tabernáculo de Dios” (Ap. 21, 3).

La Hija bien amada del Padre, la Madre virginal del Verbo, la Esposa purísima del Espíritu Santo fue coronada, entonces, por las Tres Divinas Personas para reinar en el universo, por los siglos de los siglos, “a la derecha del Rey” (Sl 44, 10).

El dogma.

La verdad de esta glorificación única y completa de la Santísima Virgen fue definida solemnemente como dogma de Fe por el Papa Pío XII, en el día 1º de noviembre de 1950, con estas bellas palabras:

“Después de haber dirigido a Dios repetidas súplicas, y de haber invocado la luz del Espíritu de la verdad, para la gloria de Dios omnipotente que a la Virgen María concedió su especial benevolencia, para honra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y triunfador del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de su augusta Madre y para gozo y júbilo de toda la Iglesia, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Bienaventurados Apóstoles San Pedro y San Pablo y con la Nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos que: La Inmaculada Madre de Dios, la siempre virgen María, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.

1) De resurrectione carnis, c. VII.
2) Cfr. Gabriel Roschini, Instrucciones Maríanas, Ed. Paulinas, São Paulo, p. 202.
3) D. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, p. 414.
4) São Francisco de Sales, Obras Selectas, B.A.C., p. 480.
5) Cfr. Cant. 6,10.